La culpa

El cometa vuela más alto con

el viento en contra; no a favor.

Winston Churchill

- Te amo- dijo Ariam-

- ¿Sabes que pienso?

- Realmente no.

- Que deberías ir a tu cuarto y esperar allí.

- ¿Hasta cuándo?

- Hasta que se apague una estrella si es necesario. Descansa.

Ariam suspiró. Una bocanada de aire férreo oxidó el viento a su alrededor, casi podía sentirse el olor metálico. Los ojos de Gustav estaban un poco irritados; sentía una leve piquiña en la garganta.

- Tal vez no viva tanto tiempo- carraspeó Ariam-.

- Eso no lo sabes-sonrió Gustav- Además, ¿esperarías tanto?

- Podría esperar hasta que se encienda una estrella. Pero para entonces, tal vez ya no exista cielo donde brille.

Gustav se paró de la silla. Tomó la libreta que estaba sobre el escritorio. Caminó lentamente, o al menos, eso quiso aparentar. La respiración de ambos era difusa. Le bajó el volumen a la música; los contornos de las sombras se confundían unas con otras. Era como si estuviesen recordando un sueño.

- Escribiré algo útil para cuando lleguen-dijo mientras levantaba la libreta -

- ¡Necesitarás una pluma!

Ariam se levantó violentamente de la silla, se acercó a la pared hasta el retrato de su padre y paseó sus manos por el grueso marco.

- Sé que está por aquí – balbuceó mientras recorría cada centímetro con los dedos- ¡Aquí está…! –exclamó con una gran sonrisa-

De vuelta a Gustav, se detuvo. Detallaba el lapicero de su padre; azul, fino, hecho de un material barato; al parecer lo único especial que tenía era el ser tan común.

- El lapicero de mi padre no es maravilloso como yo pensaba.

Los ojos de Ariam se llenaron de lágrimas.

- El lapicero -dijo arreglándose un poco el cabello- de mi padre.

- Ariam…yo.

- Con este lapicero mi padre firmaba mis cuadernos al llegar de la escuela. Con este lapicero firmaba mis dibujos; recuerdo que hacía círculos sobre las hojas del periódico cuando estaba nervioso. Cuando se le acaba la tinta él…

La joven corrió hasta el escritorio, abrió la primera gaveta y tomó una pequeña caja amarilla; levantándola con los ojos llenos de lágrimas, concluyó:

- Cuando se le acababa la tinta él venía y tomaba de esta caja un repuesto! Ay, Gustav! ¡Mi padre!

- Ariam, cálmate – dijo mientras la abrazaba- .

- ¡No, no, no! !!Toma el lapicero!! ¡Escribe! ¡Tú! ¡Miserable! ¡Miserable mentiroso!

Ariam golpeaba desesperadamente el pecho del robusto hombre, como si quisiera detenerle el corazón o más bien, reanimarlo. Gustav era un buen médico, eso decía la mayoría, sin embargo, hasta él pensaba que era uno del montón. Siempre se maravilló con Ariam; siempre le pareció una niña sagaz pero crédula, capaz de pensar que los tomacorrientes eran escondites de dulces o los perros callejeros tan amistosos como los criados en casa.

- Gustav, yo tenía edad ya, para discernir ciertas cosas, aún así, recuerdo que me acerqué al jardín, hasta la esquina al lado de la puerta trasera, donde estaban las rosas. Me acerqué a ellas, las vi, llenas de espinas, algunas brillaban por el rocío: no me importó. Agarré una con todas mis fuerzas, en mi mano se encajaron las espinas como las agujas en el alfiletero de mamá…, ¿lo recuerdas?

- Recuerdo el rosal, pero…

- No, no, no –interrumpió Ariam – no me estás prestando atención: ¿recuerdas el alfiletero?

- No.

- Era el alfiletero más espectacular que he visto en mi vida. Tenía alfileres de todos tamaños, diseños, materiales y ¡era rojo!, como las rosas de mi padre; no blanco, como las rosas de mamá. ¿Sabes? No grité ni nada esa vez; sólo arranqué la rosa de tajo; mi mano y ella eran una misma cosa: cada pétalo una extensión de mis dedos. Sonreí mucho Gustav, y cuando recuerdo ese día no siento dolor; valió la pena tomar esa rosa.

- ¿Las cosas buenas de la vida tiene su precio, no?

- No buscaba la rosa, buscaba el tallo. Las espinas no existen para proteger lo bello, sino para hacer de lo bello algo interesante.

- Creo que estás loca Ariam – dijo sonriente-

- ¡Ja, ja! Tal vez sí- prosiguió la chica- lo bello no existe Gustav, a menos que sea inaccesible para el hombre o…

- Como dijiste: interesante.

- Es la naturaleza humana. Encerrados en nuestra propia humanidad; presos de nuestra propia condición; la libertad de escoger es la posibilidad de errar.

Ariam se inclinó de repente. Sus piernas ya no soportaban el dolor. Puso sus manos sobre el escritorio y tosió unas tres veces ante la mirada inmutable de Gustav, ya sollozante, transportado a un valle silencioso.

- Te escucho Ariam.

- Lo que –tosió y escupió algo de sangre- trato de decirte es que no te culpo Gustav.

- Yo tengo la culpa. Pude haber hecho más.

- No seas tonto. ¡No seas tonto! ¡Eres un médico! ¡No eres Dios!

- No metas a Dios en esto.

- Dios siempre está en esto. Sea lo que esto sea, Él siempre está metido en esto.

- Es mi culpa. Era su médico; confiaba en mí.

Ariam se desplomó en el suelo. Se arrastró hasta la esquina al lado de la puerta, atravesada por la mirada inquieta del doctor; se recostó justo debajo del retrato de su padre. Gustav se sentó en la silla, tomó la libreta y rápidamente escribió sobre ella.

- Gustav, sólo tomaste una decisión –balbuceó Ariam- Pensaste que sería la dosis correcta.

- Fallé

- ¿Y qué? Dime: ¿puedes solucionarlo ahora?

- No. No puedo.

Sin darse cuenta Gustav arrancó la hoja en la que recién había escrito. Tomó el lapicero y comenzó a hacer círculos sobre la siguiente hoja. Las lágrimas recorrían su rostro, cada una por un canal distinto, sin tropezarse. Él era frío; y así cada parte de él, igual de comedida.

- No lo puedo creer – se sobresaltó Ariam-

- ¿Qué?

- Tienes la misma manía de papá.

- ¿Lo dices por los círculos? No estoy nervioso

- ¿Entonces?

- Estoy impaciente. La ambulancia debe llegar en cualquier momento.

- La ambulancia. Cierto. Era tú ambulancia ¿Te arranqué las pastillas de la mano, recuerdas? ¡Tomé tu lugar! La que merece morir soy yo, no tú.

- Ariam, todavía puedes salvarte. Deben llegar en cualquier instante.

- ¿Salvarme? ¿Y acaso ahora eres tú mi salvador?

- Ahora soy tu médico, es mi responsabilidad.

- ¿Sabes? ¡Yo era su rosa! ¡También era mi responsabilidad!...

El doctor se paró de la silla, se acercó hasta Ariam y la tomó por un hombro. Sus ojos estabas ahumados por el dolor; balbuceaba incoherencias, hasta pesaba menos.

- Te llevaré afuera; hay aire fresco y luna llena.

- ¿Luna llena? Ajá, ajá, quiero ver la luna.

Afuera, una luz pálida arropaba los pétalos níveos y de aquella fusión de blancos parecía brotar una sustancia luminosa, como una nieve apenas palpable en la imaginación: Era la luz de la luna ejerciendo una extraña cautividad sobre un rosal blanco. Más temprano las aves habían migrado desordenadamente llenando de alas los caminos trazados en el cielo nocturno; absorbiendo con su batir el silencio ahora entrecortado por las pisadas del médico y su nueva paciente.

- Gustav

- ¿Qué?

- Te amo. Aunque de niña me dijiste que había dulces en los tomacorrientes.

- Veo una luz.

- Yo veo a Gustav; y veo miles de luces.

- Ariam, la luz de la ambulancia, están llegando, vienen por la esquina.

- Veo la luna y en ella un ojo.

- Es el hierro. Estás alucinando. Te veré en el hospital, mejorarás.

- ¿Mejorar? No digas algo si de verdad no lo crees. No de nuevo.

- Jamás

- Entonces –sonrió – te veré en el hospital.

Cuando los paramédicos llegaron todo el cuadro era a lo sumo real; la exuberante vertiente de rosas en medio del jardín, el varillaje de espinas; la forma casi viva de las rosas destilando una esencia escarchada.

- Es ella. Aquí – dijo Gustav mientras sacaba el papel de su bolsillo- está lo que ingirió.

- ¿Suicidio? – preguntó el joven paramédico al leerlo-

- No – contestó Gustav- fue accidental. Soy el médico de la familia, el Sr. Federico Rochet, padre de la joven, era atendido por mí aquí en su casa. No le gustaban los hospitales; ya sabe como son los millonarios- dijo tratando de mostrar una sonrisa-. En fin; el hombre tenía una deficiencia hepática; hemorragias…

- Entiendo. Transfusiones constantes; hierro para la hemoglobina.

- Sí: ella tomó accidentalmente algunas grageas.

- ¿Dios mío, pero...?

- ¿Por qué? Los nervios; el estado de su padre; las confundió con las pastillas para dormir.

- Doctor – increpó el joven con un tono acusador –

- Eso fue lo que pasó. Ahora, por favor, llévela al hospital. Necesita tratamiento urgente; lo ingirió hace como una hora.

Después de sujetar a Ariam a la camilla, el paramédico se dio la vuelta y dijo:

- Doctor, usted dijo que el Sr Rochet «tenía» una deficiencia hepática.

- Sí. Murió esta noche.

- Entiendo – suspiró el joven- ¿Viene con nosotros?

- No. Debo estar aquí cuando lleguen por él.

- Está bien. Hasta luego, Doctor….

- Gustav. Gustav Rochet. Por favor, cuide bien a mi hermana.

La ambulancia se alejó velozmente. El doctor volvió al cuarto de su padre, tomó y se administró un quelante, un agente que se une al hierro del organismo y ayuda a eliminarlo a través de la orina. Al menos para él, sería más que suficiente.

FIN

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