El sol se salvó gracias a que los cañones no tienen suficiente alcance, ni los soldados el atino para enfocar con tanta luz. La luna fue otra sobreviviente, y ni los rastros de humo de los edificios convertidos en fogatas vetaron su imagen durante las noches. «Está muy lejos» decían los niños al verla; escondidos bajo algunos escombros con sus flautas y saboreando el olor de un estofado que nadie sabía quién preparaba por miedo a salir.
«¿Cuándo cantaremos?» Se preguntaban algunos jóvenes. Tenían la voz y las ganas, pero no había sitio seguro para armar la coral, menos para el director de la orquesta. Los instrumentos tampoco estaban bien lustrados, y nadie se atrevía afinar el violín porque tocar en quintas podía ser interpretado como un preludio de venganza.«Tal vez mañana» decían los músicos «Tal vez mañana, cuando pase el olor a ya saben qué y los anfiteatros estén libres, y la hilera de conchas acústicas sin alambres de púas»
Lo que sobraban eran piedras, rastros de batallones, y algunas lágrimas que tuvieron chance de escapar más rápido que las lloriqueadas por las cacerinas. Muchos niños que lo único que tenían eran sus padres se vieron huérfanos, y algunos desposeídos de sus mejores amigos; y así también las calles donde compartían con ellos sus sueños sin saber que soñaban; cantos ahora usados para olvidar los ruidos y el ronroneo de las metrallas durante el ataque.
Ninguno había muerto a traición; tal vez sí traicionados por la esperanza que le prometió su gobernante y quien ahora tocaba su laúd en un hotel rodeado de arcos iris que el veía unicolores, a veces de rojo y otras de azul; como la sangre de su gente y la tinta que rubricó su renuncia.
Nadie sabía realmente cuánto había durado todo, si hubo más heridos que muertos o siquiera presos. A nadie le interesaba tampoco conocer más resultados que los vividos, ni alzar uno de sus altivos cantos de victoria o consultar algún pentagrama para buscar un réquiem. En ocasiones algún tanque asomaba su cañón y los trompeteaba, practicando la puntería sobre las ruinas; apuntado hacia las sombras escurridizas de los recogedores de latas, para dejarles saber que allí estaba el hierro y la ignición suficiente para convertir en polvillo el polvo, si alguien se atrevía a desafiar sus uniformes con una guitarra o un par de platillos.
En la ciudad los hombres parecían fantasmas y hasta las mujeres se asustaban cuando alguno de ellos saltaba desde la mitad de una casa, para comprobar que al menos el suelo estaba intacto «¡Está firme! ¡Está firme!» Gritaban siempre sin saber desde dónde; pues ya no habían esquinas ni señales de tránsito, ni escuela de música, ni pájaros que cazaran insectos; y ni éstos salían por estar aún mareados gracias al eco de las proyectiles que habían explotado y alterado sus antenas; que por cierto no eran las únicas, pues algunos televisores seguían en pie y aún captaban la estática, y a veces una señal donde informaban que todo había terminado. «Al menos no mienten» murmuraban algunos abuelos despojados de sus nietos, que luego seguían caminando hacia una espesa arboleda de cabillas donde se reunían a charlar sobre mejores tiempos y entonar algunos himnos.
Muchos fotógrafos extranjeros retrataron los rostros de los niños y enmendaron sus almas con publicaciones muy lucrativas; destinando los fondos a ayudas que nunca llegaron y a direcciones que sólo eran eso: un vestigio escrito de lo que fue; como la iglesia y el motel, el bar, la farmacia y el hospital, la mayoría de las casas, los conservatorios y el único parque en los alrededores. Hubo quienes enviaron medicinas inútilmente, ya que no había enfermos y las heridas no se curaban con algodón. Algunos encargados de llevar dinero en efectivo, cuando vieron la desolación y el río de cráteres dejados por los ataques aéreos, se dieron la vuelta y tomaron los paquetes para sí; alegando que la intención era lo contaba en esos casos. Otros, menos honestos pero con más sentido común, dejaban notas como: «pasaré luego», cuando milagrosamente encontraban una dirección, pero nadie adentro para firmar el recibo. Algunos de buen corazón abrían los paquetes antes y compraban insumos que luego repartían. Sabían que cuando el hambre hace la competencia -y esto lo saben los grandes comerciantes- no hay mejor opción que el enlatado para la panza, las mantas para piel, y una que otra bebida, sobre todo cuando se está ronco por cantar.
Muchas de las incontables radios aún se alzaban sin temor; habían quedado enchufadas y resistido los destrozos del terremoto de pisadas sobres sus transistores. Algunas aún encendidas en el calor de la música no hacían caso a las botas; cantando y cambiando la estación a cada momento se burlaban de los enemigos.
Los citadinos tampoco estaban claros en si había sido una emboscada, una invasión, un enfrentamiento armado o el fin de una era. Algunos no entendían por qué todo estaba sucio, o por qué todos callaban o corrían de un lado para otro cazando lo que antes solían pisar. Ninguno quería olvidar los rostros de sus hermanos o podía hacerlo con las caras de los soldados o la voz del sargento que dirigía el pelotón de fusilamiento
Los enemigos les habían exiliado la alegría, las fiestas, y trasformado la música diaria en sirena de alarma. Habían perdido sus corazones en la batalla, las piernas en las retiradas, y el regazo de los lujos. No entendían que su error había sido soñar demasiado; que todos ellos atesoraban una gema inapreciada por las ciudades fronterizas: la pasión por la música.
Y por su ignorancia pagaron el precio de lo sublime de la peor manera: Porque ningún pueblo acepta que su vecino cante por tanto tiempo la misma canción, sin mandar a bajar el volumen de semejante algarabía.
FIN
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