- Mi señor. Los enemigos se acercan.
Heredé el trono con los vicios típicos de cualquier reino, problemas adjuntos de la política y burocracia, conflictos sociales que honestamente, nunca me preocuparon lo suficiente para perder el sueño. Y no es que hayan sido absurdos tales inconvenientes; es que había algo más importante, un detalle mortal que atentaba periódicamente con mayor fuerza y convicción que las fauces de pobreza cernidas sobre los estómagos de la gente: La guerra.
Nuevamente el reino era atacado. Por incontables años mis ancestros lucharon por mantener firme estos dominios, y muchas veces tuvieron que reconstruirlo de la nada, con ayuda de los sobrevivientes y sin un rey a quien seguir. Yo mismo observé desde niño como los soldados dirigidos por mi padre, eran inutilizados; las complejas estrategias militares pasaban a ser destruidas con veloces movimientos de muñeca, ante la mirada absurda de los civiles. Pude ver en más de una ocasión, las casas de mi gente destruidas, arrancadas sin piedad mientras las paredes y torres de vigilancia eran rasgadas con una locura dirigida. Apenas y era un simple príncipe, y ya vivía las penurias de un rey; asimilando la impotencia macabra que dominaba a mi padre, aquella que lo obligó a decir cosas que ni el mismo creía: !Esta vez triunfaremos! ¡Los venceremos!... Todo era inútil. Aún así la esperanza de un triunfo futuro nunca abandonó el reino, y junto con ella, la resignación se fue convirtiendo en parte nuestra cultura.
- Señor,insisto, se acercan rápidamente. Sólo esperamos sus órdenes para atacar.
Por más que peleamos nunca hemos vencido en batalla, y con ellos; no se puede negociar. Semana tras semana ideábamos la manera de defender la vida en nuestra tierra, me reunía con los miembros del concejo de defensa permanente, pero cada día parecía una copia del anterior, las ideas se convertían en una maquila improvisada que nos llevaba siempre a la misma conclusión: Lo habíamos intentado todo y nada funcionaba.
El tiempo había hecho su trabajo; ya no era más un príncipe, sentarme y dedicarme sólo a mirar, no era una opción. La infancia era un espejismo y más que un compromiso con este pueblo, adquirí una promesa con el destino. Por mi balcón entraban los gritos de aquellos que me llamaban rey, reclamando una respuesta que garantizara sus vidas ante la inminente invasión. Pero yo?yo no tenía la respuesta que estaban buscando, y fue entonces cuando la realidad se hizo obvia y el poder de mi corona tan fuerte como los bloques del reino.
Heredé el trono con los vicios típicos de cualquier reino, problemas adjuntos de la política y burocracia, conflictos sociales que honestamente, nunca me preocuparon lo suficiente para perder el sueño. Y no es que hayan sido absurdos tales inconvenientes; es que había algo más importante, un detalle mortal que atentaba periódicamente con mayor fuerza y convicción que las fauces de pobreza cernidas sobre los estómagos de la gente: La guerra.
Nuevamente el reino era atacado. Por incontables años mis ancestros lucharon por mantener firme estos dominios, y muchas veces tuvieron que reconstruirlo de la nada, con ayuda de los sobrevivientes y sin un rey a quien seguir. Yo mismo observé desde niño como los soldados dirigidos por mi padre, eran inutilizados; las complejas estrategias militares pasaban a ser destruidas con veloces movimientos de muñeca, ante la mirada absurda de los civiles. Pude ver en más de una ocasión, las casas de mi gente destruidas, arrancadas sin piedad mientras las paredes y torres de vigilancia eran rasgadas con una locura dirigida. Apenas y era un simple príncipe, y ya vivía las penurias de un rey; asimilando la impotencia macabra que dominaba a mi padre, aquella que lo obligó a decir cosas que ni el mismo creía: !Esta vez triunfaremos! ¡Los venceremos!... Todo era inútil. Aún así la esperanza de un triunfo futuro nunca abandonó el reino, y junto con ella, la resignación se fue convirtiendo en parte nuestra cultura.
- Señor,insisto, se acercan rápidamente. Sólo esperamos sus órdenes para atacar.
Por más que peleamos nunca hemos vencido en batalla, y con ellos; no se puede negociar. Semana tras semana ideábamos la manera de defender la vida en nuestra tierra, me reunía con los miembros del concejo de defensa permanente, pero cada día parecía una copia del anterior, las ideas se convertían en una maquila improvisada que nos llevaba siempre a la misma conclusión: Lo habíamos intentado todo y nada funcionaba.
El tiempo había hecho su trabajo; ya no era más un príncipe, sentarme y dedicarme sólo a mirar, no era una opción. La infancia era un espejismo y más que un compromiso con este pueblo, adquirí una promesa con el destino. Por mi balcón entraban los gritos de aquellos que me llamaban rey, reclamando una respuesta que garantizara sus vidas ante la inminente invasión. Pero yo?yo no tenía la respuesta que estaban buscando, y fue entonces cuando la realidad se hizo obvia y el poder de mi corona tan fuerte como los bloques del reino.
- No habrá orden de ataque comandante.
- Pero mi Rey.
- ¿Acaso me cuestiona?.
- No señor?Como usted diga?señor.
No. Yo no podía mentirles como mi padre. De repente no pude oír nada. La hora llegaba. Ese instante que dura cerca un minuto, en el que nadie emite sonido alguno, es el más difícil de soportar; mi experiencia me decía que un corto silencio siempre antecedía a un gran pesar. En efecto, poco después, el peor de los ataques comenzaba.
Me asomé cual cobarde a mirar como se cumplía lo inevitable. Habían llegado en proporciones abominables destruyendo y arrasándolo todo; dejando algo más que el rojo de su tinta por todas partes. La gente corría y los soldados confundidos trataban de defenderse sin lograr nada, tal como debía ser. Eran miles, miles de mercenarios armados con plumas de todos los tamaños y colores; gritando como locos y sin una coordinación aparente. Horrible. Como en la peor de mis pesadillas. Creo que nunca en la historia habíamos sufrido una ofensiva tan apocalíptica.
¡Escritores! ¡Malditos escritores! Con su insaciable sed de querer plasmar sobre el papel de nuestros muros sus ideas, sus más íntimos y profundos pensamientos. Escribiendo por todas partes y secuestrando el papel de las casas, botín que de seguro no les duraría demasiado. Alimentándose de nuestro mundo como siempre. ¿Y a estos lacayos de sus instintos son los que muchos llaman intelectuales? Si no son más que animales, humanos por condición de nacimiento, pero incapaces de controlar sus necesidades más básicas. ¿Acaso el deseo de escribir les da carta blanca para cumplir con su objetivo a toda costa?...Si los pudiesen haber visto, con las miradas perdidas, como si no ejercieran control sobre su cuerpo, eso sí, exhibiendo una destreza incomparable en sus manos, dejando su marca en cada lugar?
Al final del día, sólo quedaron unos cuantos retazos de mi corona y las reservas de papel para emergencias. Todos me miraban, pero no había un rastro de odio en sus pupilas; sabían que yo no tenía la culpa. Tomé una hoja para comenzar de nuevo y sin querer me sentí obligado a mentirle a mi gente:
- ¡La próxima vez triunfaremos!
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